Se me funde el alma en la hoguera de la vergüenza y se siente atrapada en la barbarie, entre el asco y la inmundicia que resulta mucho más espesa que los restos que se precipitaron en los caudales abiertos con el beneplácito sádico y demoniaco de los que voluntariamente decidieron matar y arrasar nuestras tierras, tierras mantenidas, conservadas y glorificadas con sus frutos por todos aquellos que durante generaciones amaron y supieron conservar el espíritu de la naturaleza. Me doy cuenta de mi inanidad ante tremendo crimen, como supongo que nos sentimos muchos más que miles. No existe palabra precisa ni gesto adecuado para expresar semejante crueldad, más allá de lo imaginable, mucho más allá de la razón.
Todos sabemos quiénes fueron los culpables y aun así escuchamos sus palabras, pero sólo recibimos en ellas más castigo a la conciencia, más amargura y, lo peor, permitimos que sigan jugando con nuestras lágrimas intentando moldear a su gusto y pericia los instintos, las condiciones humanas más sagradas que sustentan nuestra humanidad.
Habrá que salir a las calles a decidir nuestro futuro porque nos lo están eliminando con saña, como cirujanos laboriosos y perversos que cercenan con bisturí lo que no conviene que es ni más ni menos que nuestra libertad. Libertad que significa pensamiento, libertad que significa arte, significa desarrollo personal, social y tantas otras cosas de las que requerimos para SER.
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